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Los jefes hablan al final


Sala de Juntas, lunes 08:00 a.m en tu oficina. Ese día te levantaste a las 05:45 a.m., y aunque son treinta minutos antes de lo que acostumbras, no necesitaste el despertador, ya que te habías estado arremolinando entre las sábanas desde hacía rato. Te bañaste y arreglaste rápido y saliste de casa sin haber bebido siquiera una taza de café.

Al menos alcanzaste a tomar una barrita de granola, con tan solo dos sellos negros de advertencia, que mordisqueaste en tu trayecto. Encontraste estacionamiento cerca de la entrada de tu oficina y tomaste nota mental de las ventajas de salir temprano de casa. Cuando te bajas del carro, al tiempo que sacudes las boronas de comida que quedaron en tu pecho, revisas tu reloj, son las 7:30 a.m.

No piensas en nada más que en el proyecto que vas a presentar; lo cierto es que estás nervioso y emocionado, quizá más lo primero que lo segundo pero tratas de no ahondar mucho en esa emoción. «Las emociones son malas y nos desconcentran» recuerdas haber escuchado eso de un coach de vida que llevaron a tu oficina hace algún tiempo y por eso intentas dejar de pensar en los nervios que estás sintiendo y en la punzada de dolor en el centro del estómago que empieza a molestarte. Maldices en silencio cuando te das cuenta que no dejas de pensar en eso y mejor decides apretar el paso.

Revisas nuevamente tu reloj, ocho en punto. La junta semanal con el director general está a punto de empezar. Tus colegas, apresurados, toman su lugar tan pronto entran a la sala. La mayoría saluda sin mucha emoción y con un cierto dejo de cansancio. En otro momento no te hubieras percatado del cansancio de tus compañeros (¿o quizá es fastidio?, piensas), pero como en esta ocasión presentarás el proyecto en el que llevas trabajando los últimos tres meses, eres más sensible a percibir a los demás y quizá es por eso que sientes con mayor claridad la energía de la sala.

Terminas tu presentación y esperas con ansia que empiece la conversación e intercambio de ideas. Estás bastante seguro que aprobarán el proyecto, viste caras de asentimiento y un genuino interés de tu público, incluso te pidieron que ahondaras en unos temas que son relevantes para la empresa. Es probable que hagan sugerencias o cambios, pero te sientes confiado en que se aprobará.

Antes de que alguien empiece, el director general comparte algunas ideas que se le ocurrieron durante el fin de semana, lo notas distraído y un tanto nervioso. Discrepa de la relevancia del proyecto y con un gesto un tanto áspero y desapacible (¿cínico?, piensas) dice que no coincide con la propuesta, pero que él se alinea con lo que el equipo decida (hace énfasis en la palabra equipo y la pronuncia más lento que el resto de su monólogo, pero piensas que quizá es tu imaginación).

Se hace un silencio un tanto incómodo y un tanto largo. —¿Alguien quiere decir algo? —insiste el director general.

—Coincido contigo, quizá no es un buen momento — le responde el esquirol. Bueno no es que se llame el esquirol, pero así lo conocen en el equipo.

Sabes que la discusión ha terminado aún antes de empezar. De hecho lo supiste desde que escuchaste a tu jefe. «En fin, así son las cosas aquí» piensas con bastante desánimo y con la punzada en el estómago más fuerte que antes, agradeces los comentarios de los demás y das con desgana un trago a tu café con leche.
Algunos les llaman juicios, otros los llaman sesgos; pero básicamente es la manera rápida (y económica) en que las personas podemos echar a andar el pensamiento. Daniel Kahneman, psicólogo y premio Nobel de Economía, menciona que el modo de pensamiento que tenemos los seres humanos está regido por dos “sistemas”, el Sistema 1 que es rápido, emocional, y subconsciente, y el Sistema 2 que es más lento, deliberativo, lógico y consciente. Estos dos sistemas definen la forma en que vemos el mundo en que vivimos (el observador que soy) y sobre todo define la manera en que tomamos decisiones día a día.

En el ejemplo anterior, que es regido principalmente por el Sistema 1, conviven dos sesgos al mismo tiempo. El sesgo de autoridad, es decir, la tendencia a sobreestimar la opinión de una persona que se considera que tiene autoridad sobre un tema determinado, o en otras palabras, creer que el jefe siempre tiene razón; y el sesgo de conformismo, esto es, no atreverse a ser divergente o la tentación de expresar la misma opinión que la mayoría o los más influyentes, en detrimento de la opinión propia.

De acuerdo al Instituto de Ciencias Cognitivas Marc Jeannerod a la hora de tener que tomar una decisión en grupo el cerebro realiza un cálculo ponderando la seguridad sobre las propias opiniones y la credibilidad del criterio de los demás para saber cómo actuar cuando hay que tomar una decisión colectiva (Universia Mx, 2017) y la mayoría de las veces tomamos la decisión de la mayoría, o de la autoridad. Esto es un proceso principalmente del Sistema 1.

¿Cómo solucionarlo? Kahneman, en su libro Pensar rápido, pensar despacio (p. 116, 2013/2022) nos da una solución: Eliminar la redundancia de las fuentes de información. Para lograr esto se puede seguir una simple regla: antes de discutir un asunto, hay que pedir a todos los asistentes que tomen una decisión y que escriban un breve resumen de su posición. Este proceder, de acuerdo al autor, hace buen uso de la diversidad de conocimientos y opiniones dentro del grupo; ya que la práctica común de la discusión abierta da demasiada importancia a las opiniones de quienes hablan primero o del jefe.

Epílogo.- ¿Te atreves a ser divergente?

---𝚁𝚘𝚐𝚎𝚕𝚒𝚘 𝚂𝚎𝚐𝚘𝚟𝚒𝚊, 𝙳𝚘𝚌𝚝𝚘𝚛 𝚎𝚗 𝙵𝚒𝚕𝚘𝚜𝚘𝚏í𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝙰𝚌𝚎𝚗𝚝𝚞𝚊𝚌𝚒ó𝚗 𝚎𝚗 𝙴𝚜𝚝𝚞𝚍𝚒𝚘𝚜 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝙲𝚞𝚕𝚝𝚞𝚛𝚊, 𝚎𝚜 𝚏𝚞𝚗𝚍𝚊𝚍𝚘𝚛 𝚍𝚎 𝙷𝚞𝚖𝚊𝚗 𝙻𝚎𝚊𝚍𝚎𝚛, 𝚂𝚘𝚌𝚒𝚘-𝙳𝚒𝚛𝚎𝚌𝚝𝚘𝚛 𝚍𝚎 𝚃𝚑𝚒𝚗𝚔 𝚃𝚊𝚕𝚎𝚗𝚝, 𝙿𝚛𝚘𝚏𝚎𝚜𝚘𝚛 𝚍𝚎 𝙲á𝚝𝚎𝚍𝚛𝚊 𝚍𝚎𝚕 𝙸𝚃𝙴𝚂𝙼 𝚢 𝙿𝚛𝚎𝚜𝚒𝚍𝚎𝚗𝚝𝚎 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝙲𝚘𝚖𝚒𝚜𝚒ó𝚗 𝚍𝚎 𝚁𝚎𝚌𝚞𝚛𝚜𝚘𝚜 𝙷𝚞𝚖𝚊𝚗𝚘𝚜 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝙲𝙾𝙿𝙰𝚁𝙼𝙴𝚇, 𝙽𝚞𝚎𝚟𝚘 𝙻𝚎ó𝚗---

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