El repicar del teléfono era incesante, pero esta vez ya no respondió. Se quitó las gafas y se masajeó con fuerza el puente de la nariz al tiempo que se ponía de pie. Le dolió la cintura, no recordaba cuánto tiempo llevaba sentado. Abrió uno de los cajones de su escritorio, tomo dos analgésicos y los tragó sin agua, le dolía la cabeza y sentía un ligero mareo. Echó un vistazo al reloj, era poco más de las siete de la noche pero en aquella oficina sin ventanas, el día pasaba sin que apenas se diera cuenta. Tomó sus cosas y se disponía a marcharse sin apagar siquiera el ordenador cuando su supervisor se acercó apresuradamente para pedirle que le generará un reporte de estimados antes de marcharse. Él sabía que aquello le tomaría al menos 45 minutos pero no podía negarse, no cuando todavía estaba vacante la posición de supervisor de ingresos para la que había aplicado hace una semana. —Es importante que mi supervisor note mi diligencia y disposición; pensó.
Hasta hace poco más de un mes vivíamos en una modernidad líquida, un mundo que Bauman define como precario, provisional, ansioso de novedades y, con frecuencia, agotador. En las empresas esta modernidad líquida se presenta con el nombre de meritocracia, donde el esfuerzo diligente y continuo le permite al trabajador aspirar a escalar en la jerarquía de la empresa. Este esfuerzo continuo del empleado requiere una actitud hiperactiva e hiperneurótica compuesta por un sin fin de actividades que exigen el desplazamiento de la persona entre gimnasios, oficinas, bancos, restaurantes, centros comerciales, etcétera para demostrar su organización y productividad. Nos convertimos, en palabras de Byung-Chul Han, en un “animal laborans que se explota a sí mismo, voluntariamente”
Y de súbito el Coronavirus frenó de manera violenta esa espiral de explotación que estábamos haciendo de la naturaleza, del tiempo y de la propia gente. Las personas somos obligadas a recluirnos en nuestras casas, se nos impuso un distanciamiento social que nos aleja físicamente de las otras personas al tiempo que detuvimos bruscamente la actividad económica.
El silencio era ensordecedor, se sentía aturdido. Su corazón latía de forma irregular y le embargaba una profunda pesadez. Con los ojos aún cerrados concentró su atención en un extraño sonido parecido al suave ronroneo de un motor. Estaba acostado en el suelo, su rostro descansaba sobre un tupido montículo de húmeda hierba; se incorporó lentamente y le sorprendió lo que vio, se encontraba en un diminuto oasis rodeado de un desierto interminable. Se puso de pie asustado al tiempo que se llevaba una mano a la frente en forma de visera para protegerse de aquella luminosidad. No reconoció el lugar ni recordaba cómo es que había llegado hasta ahí. Esculcó sus bolsillos buscando su móvil pero no lo encontró; hizo la misma búsqueda, también en vano, con su reloj inteligente; un lugar sin tiempo. Le embargó un pánico repentino y su ritmo cardíaco antes irregular se aceleró; pensó que iba a desmayarse así que se sentó en una piedra plana que estaba al lado de lo que parecía ser un ojo de agua. Se refrescó la cara y bebió un poco, él siempre tan precavido y metódico, ni siquiera reparó en que el agua podría estar contaminada. El oasis era pequeño, y se encontraba en medio de lo que parecían ser kilómetros y kilómetros de arena seca y ardiente. El sol era abrazador, pero bajo la sombra de las palmeras y lo que parecían ser árboles frutales donde él se encontraba, la temperatura era fresca y muy agradable. Ese pequeño y colorido lugar donde el tiempo parecía no transcurrir contrastaba con la palidez terracota del rededor.
Epílogo.- Pero tener tiempo, o mejor dicho, disponer de más tiempo para nosotros —al parecer— es malo. Sentir aburrimiento es sinónimo de improductividad, falta de organización y pereza que nos revela como lo que somos: unos vagos soñadores. No por nada la sabiduría popular nos recuerda que la ociosidad es la madre de todos los vicios. Evitemos convertirnos en unos vagos soñadores y seamos productivos, que el tiempo es dinero. Aprovecha para aprender a cocinar, ordenar las habitaciones de casa, escribir, terminar tu tesis o aprender algo nuevo del montonal de cursos, webinars y podcast que están a disposición ¡Usa al máximo el bonche de tiempo extra que tienes! Cada instante debes capitalizarlo.
Por cierto, el epílogo es sarcasmo.
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