Una noche cualquiera de un frio invierno cualquiera, las sombras de la noche se aparecen por aquellas calles olvidadas y solitarias del ya casi abandonado pueblo. Apenas unos establecimientos permanecen abiertos a esas horas, la mayoría de ellos comercian con actividades carnales. Las oferentes, cansadas mujeres, esperan a sus clientes sentadas en los desgastados y sucios sillones que están en las improvisadas recepciones de lo que alguna vez fueron la salita de espera de casas de clase media de los años 50´s. El ambiente huele a tristeza, mezclado con sudor y orines. Durante el día la zona es invadida por puesteros, que en su mayoría venden artículos importados ilegalmente o mercancía producto de robos.
No sé en qué momento llegué ahí, una zona peligrosa donde las leyendas urbanas dicen que noche a noche —a causa de la violencia, prostitución y degradación de la zona— desaparece una persona del pueblo. Cuando me percaté de mi presencia en esa zona, una señora entrada en años me tomaba de la mano; de momento no respondí, me le quedé viendo mientras me invadía un profundo miedo, ella era una mujer que nunca fue bella, probablemente toda su vida se había dedicado a la prostitución, quizá esa noche tendría tres o cuatro clientes, a lo cuales cobraría unos cuantos pesos por tener sexo con ellos, probablemente por unos pesos más pueda aceptar tener relaciones sin protección, por unos pesos que llevar a su casa, ella estaría jugando con la muerte y quizá, uno de sus clientes –yo– desaparecería esa noche. Me zafé de inmediato, no con brusquedad, no con asco, solo con la turbación que me inundaba, seguí caminando sin voltear a verla, tenía miedo de que leyera mis pensamientos y regresara por mí.
Desorientado por no saber cómo salir de ese lugar, seguí caminando, intentaba mantener la calma, unos metros más adelante estaba un señor tirado en la calle, de una edad indeterminada entre los setenta y los noventa años, —¿Qué mas da la edad?—Pensé, estaba acostado sobre viejas ediciones del periódico vespertino, enrollado en una gastada y roída manta que a la distancia olía a excremento, unas pronunciadas ojeras y unos pómulos que denotaban el paso de los años y la falta de una afeitada infundían a su rostro una marcada crueldad. A su lado había dos botellas de lo que parecía alguna marca barata de ron, de esas que se compran en los establecimientos de cadena comercial abiertos las veinticuatro horas. A mi paso extendió la mano pidiendo unas monedas, sus ojos centelleantes me advirtieron que lo más seguro, dado el lugar, la hora y las circunstancias, era hacerlo. Llevé las manos a mis bolsillos y me percate que no llevaba dinero, busque en la bolsa trasera y tampoco traía mi cartera.
Detrás de mí una silueta se acercaba en silencio, llevaba puesta una chamarra de piel y unos pantalones ajustados, por la poca iluminación de la calle no podía distinguir sus facciones, pero su trazo y su andar seguro denotaban que él era un elemento que no encajaba entre toda esa escenografía. Al pasar bajo la entrada del lupanar donde aún estaba la señora que momentos antes me había tomado de la mano, pude ver brevemente su cara; no sé qué fue lo que más me asusto, si el semblante del él que alcance o percibir a través de la débil luz del lugar, o el miedo que se reflejó en la cara de la prostituta, la cual se metió corriendo al local y azotó al puerta de fierro a su paso. Cuando voltee nuevamente el viejo mendigo que momentos antes me pedía unas monedas ya no estaba. Empecé a correr por las callejuelas, los burdeles habían cerrado sorpresivamente, las calles estaban vacías, corrí más de tres cuadras, quizá fueron diez, y todo era como un laberinto, viejas construcciones flanqueaban mis pasos, de vez en vez me paraba para tratar de entrar a alguna vivienda, pero las viejas y oxidadas verjas estaban cerradas a cal y canto.
A lo lejos, dos luces se acercaban lentamente, era un viejo pesero que circulaba con paso cansino; tras de mí la silueta de aquel hombre seguía acercándose; no podía entender cómo es que aunque yo corriera a toda velocidad, él seguía guardando la misma distancia. Hice frenéticas señas para que el conductor detuviera el paso de su vehículo. Pocos metros antes de llegar a donde estaba parado, el chofer accionó los frenos, estos respondieron tardíamente con un fuerte y seco chirrido pero se detuvo lo suficientemente cerca como para que me subiera a toda velocidad.
Sin voltear a ver al chofer subí corriendo y le supliqué que acelerara, jadeando y con la ropa empapada de sudor; ¿en qué momento se había empapado de sudor mi ropa?, afuera el clima era frio, tan frio como el de cualquier invierno en ese pueblo. En el pesero iban, además del chofer, ocho o nueve pasajeros, todos en silencio y con la mirada caída. Me senté a mediación del vehículo en un asiento vacío; cuando volteé por la ventanilla el extraño ya no estaba; yo me sentía cansado, desorientado, con sueño y escalofríos; sin darme cuenta, me quedé dormido, tal vez fue un minuto, quizá un poco menos. Cuando desperté seguíamos circulando por las mismas calles, el paisaje no cambiaba.
Me levanté de mi asiento con la intención de pagar mi pasaje y preguntarle al chofer la ruta que estaba siguiendo. Cuando estuve a su lado listo para pagar, recordé que no traía dinero ni cartera, él al advertir lo anterior, sin voltear y con la mirada fija en el camino me respondió que no me preocupara, que en ese transporte no era necesario pagar pasaje, y volteando a verme, concluyó que había un solo destino, sin paradas intermedias.
Al momento que el chofer volteó y pude ver su rostro, intenté sin éxito contener un grito de pánico; el chofer era él. . .el chofer era ella, era en un mismo rostro la prostituta, era el viejo que suplicaba unos pesos, era la silueta del extraño que me seguía. Voltee de inmediato a ver a los demás pasajeros pero no había nadie, el vehículo iba vacío, yo había desaparecido.
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Ray Bradbury (1920- 2012) apuntaba que "no es posible escribir 52 malas historias seguidas" por lo cual cada uno debemos —y podemos— escribir una historia corta por semana. ¡Sin reglas, sin limites!
#Semana5
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