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El Rodourbon.


Cuando reparó en la hora, faltaban poco menos de veinte minutos para las ocho de la noche. El Rodourbon no era precisamente un bar ilegal, al menos en aquellas épocas aún ningún bar lo era, el problema con el Rodo es que no solían respetar la hora de cierre de las siete y media de la noche impuesta por el gobierno por lo cual cuando echó un vistazo a su reloj, ya era mucho más tarde de lo que imaginaba. El toque de queda iniciaba a las ocho en punto, no había tolerancia, ni excepciones.

El Rodourbon estaba en la esquina de las calles Aramberri y Julian Villarreal, en el centro de la ciudad. Y aunque originalmente la entrada a esa construcción estaba sobre Aramberri, los dueños habían habilitado como acceso la puerta lateral ubicada sobre Villarreal. Aquella era una vieja casa-habitación de adobe y techo de terrado soportado por vigas de madera de finales del siglo XIX.  Era una construcción de una sola planta de forma rectangular, con lineas exteriores rectas y ventanas pequeñas cubiertas con rejas de hierro  que seguía el estilo práctico de las casas habitación de finales del siglo diecinueve; el encalado de las paredes estaba desgastado y la pintura exterior quemada por el inclemente sol del verano de la ciudad y aunque el mantenimiento no no era constante, se encontraba en bastante buen estado de conservación. Por dentro, el bar constaba de 3 piezas; la principal, por donde se accesaba, era un salón para unas veinte personas con cierta incomodidad y no todas sentadas; un privado sin puerta al que se accesaba subiendo un par de escalones, y finalmente un pequeño cuarto con una barra de madera donde se servía el único producto disponible: cerveza Carta Blanca, que en el mejor de los casos ya había caducado hacía unos años, pero que algunos parroquianos creían que mas bien era una cerveza de baja calidad elaborada por el dueño del Rodo en el pasillo de servicio que se encontraba al fondo de la propiedad. Al lado de la barra había una puerta que daba acceso al diminuto baño mixto del lugar. Aquél no era precisamente el viejo restaurante Luisiana frente a la plaza Hidalgo que visitaba con sus padres en su infancia, ni la cocina del Rodourbon se parecía a la sofisticada cocina francesa del Luisiana —de hecho el Rodo ni cocina tenía— pero era un buen lugar para tomar de forma esporádica un trago antes de regresar a casa.

Se acercó a la barra, dejó unas monedas y salió a la calle apresuradamente, el frío y la obscuridad ya cubrían las calles de la ciudad. Ajustó el cuello de su chamarra para protegerse de la pertinaz llovizna de esa tarde-noche de invierno y se dirigió caminando hacía su carro que había dejado estacionado sobre Modesto Arreola, a media cuadra del bar. Ya eran las ocho menos once y si no alcanzaba a llegar a su casa antes del toque de queda tendría un grave problema. Mientras caminaba en dirección a su vehículo pensó en pernoctar en el asiento trasero de este, pero aunque la zona era relativamente tranquila, no traía su arma por si intentaban asaltarlo o robarle la gasolina de su carro; además no contaba con permiso de estacionamiento nocturno en esa zona, por lo que corría el riesgo de que lo detuvieran. Sin prestar más tiempo a sus cavilaciones, subió a su vehículo, lo encendió, revisó rápidamente el indicador de combustible para asegurarse que no lo hubieran sustraído y arrancó de inmediato. Giró a la derecha sobre Alvaro Obregón y en la siguiente cuadra tomo Aramberri al oriente rumbo a Héroes del 47. La mejor ruta —pensó— debía ser tomando Tacuba, después Felix U. Gómez y posteriormente Constitución. Una ruta que hasta hace poco estaría muy congestionada a esas horas, pero que con la problemática de los últimos meses y con el toque de queda a punto de iniciar, correría con suerte si se encontraba con algún otro conductor.

Faltaban tan solo seis minutos para las ocho de la noche cuando circulaba por Constitución antes del que fue el ultimo palacio municipal, un edificio de cristal de principios de los setentas. No dejaba de sorprenderle lo rápido que se había deteriorado la situación del país, todo había sucedido demasiado rápido, de forma por demás intempestiva, detonado en principio por el cierre de los canales de distribución de combustible y continuado por la necia imposibilidad de la clase política de llegar a acuerdo benéficos para el país. Se repetían en secuencia, una vez tras otra, las mismas tragedias desde hace más de doscientos años, parecía que la nación aún no podía superar las desventuras iniciadas desde las revueltas independentistas de principios del siglo XIX.

Al pasar por el estacionamiento de lo que había sido uno de los restaurantes de venta de cabrito al pastor más emblemáticos de la ciudad, antes del puente de Zuazua al poniente, divisó los sedanes color gris opaco y vidrios polarizados de la nueva Policía Nacional de Seguridad Interior, la temida PNSI. Hubiera apostado sus siete litros de gasolina que llevaba en el tanque, que sobre el techo del restaurante, detrás de la corona roja estilo gran principado, se apostaban francotiradores de esta misma corporación. Sabía que si a las ocho en punto de la noche seguía transitando por las calles de la ciudad, se arriesgaba a ser detenido incluso a tiros por alguno de aquellos hombres.

Con la racionalización de combustibles decretada por el gobierno seis meses antes, cada ciudadano tenía derecho a 30 litros al mes de aquella mezcla que la autoridad aseguraba era gasolina. Sus visitas al Rodo eran ya muy ocasionales. Esa tarde había acudido después de hacer la entrega de una bobina de encendido que había reparado, su nuevo oficio. A cambio había recibido, a forma de trueque, algo de material eléctrico que seguramente le serviría más adelante para otro trabajo. Normalmente las bobinas no solían repararse por la complejidad de retirar el material aislante sin cortar el bobinado, pero aquellas piezas ahora eran escasas, y él era hábil en repararlas. 

Cuando tomó avenida Gonzalitos al norte, el reloj ya marcaba las ocho menos dos minutos. Tan pronto salió del paso desnivel que cruza la avenida fleteros, divisó a un grupo de agentes de la PNSI fuertemente armados; hubiera sido imposible no verlos. Los puntos donde estos agentes ponían sus bases itinerantes se encontraban fuertemente iluminados con grandes lámparas portátiles alimentadas por generadores eléctricos a gasolina de 8000 watts. Con inquietud advirtió que uno de los agentes seguía su vehículo con la mirada para de inmediato dar, de forma ostentosa, una indicación por radio mientras que con el índice señalaba en dirección a su vehículo. Faltaba tan solo un minuto para las ocho cuando giro a la derecha sobre Zapotlán, una repentina ansiedad lo embargó, el sudor que perlaba su frente se le metía por los ojos nublando su visibilidad; cuando creyó ver los faros de un vehículo que giraban en dirección a él temió caer presa del pánico. Por un momento divagó en abandonar ahí su vehículo y huir andando, pero si no estacionaba su carro en el lugar asignado para ello por el gobierno se lo requisarían junto a los site litros de gasolina que aún tenía en el tanque, además de perder todo su capital de trabajo, es decir el material eléctrico que con que le acaban de pagar en especie. Giró a la izquierda en Tepatitlán y después en la calle Lagos al oriente, con angustia dirigió la mirada hacia el lugar de estacionamiento que tenía asignado y con afectada tranquilidad vio que estaba desocupado; si por negligencia o dolo alguien más se hubiese estacionado ya no tenía tiempo ni oportunidad de resolver el problema —ya fuere por las buenas, o por las malas—. 

De forma brusca y descuidada estacionó su carro, lo apagó y inmediato y automáticamente se recostó sobre el asiento del copiloto. Su reloj de muñeca marcaba las ocho en punto de la noche cuando los faros del vehículo que había visto poco antes pasaron a su lado. Los agentes, usando una potente luz blanca montada sobre el marco de la puerta de la patrulla, alumbraban con desgano y de forma distraída los vehículos estacionados. Una vez que la unidad continuó su camino sin reparar en él, suspiró. 

Tendría que pasar la noche en el asiento trasero de su carro, pero al menos estaba en su estacionamiento, con su gasolina a salvo y a poca distancia de su departamento. 


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¿Qué es el #RetoBradbury2019?

Ray Bradbury (1920- 2012) apuntaba que "no es posible escribir 52 malas historias seguidas" por lo cual cada uno debemos —y podemos— escribir una historia corta por semana. ¡Sin reglas, sin limites! 

#Semana2

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