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Amalia.

CAPITULO I (El inicio de los viajes)

Esa fue la última ocasión que había visitado a un psiquiatra, tendría un poco más de quince años en aquel entonces —Alucinaciones hipnagógicas — espetó el psiquiatra, a manera de primer informe, de forma escueta. El médico miraba a sus padres de forma inquieta moviendo en exceso sus pequeños ojos que escondía detrás de unas gafas montadas en la punta de la nariz, esperaba alguna reacción de ellos.

—¿Es grave? — preguntó su madre sin poder ocultar una marcada angustia en su tono de voz. Después de una fingida pausa con excesiva formalidad, el psiquiatra cerró los ojos y masajeando el puente de su nariz con los dedos indice y pulgar, continuó —Este padecimiento consiste en parsimonias o trastornos de la conducta que surgen durante la transición entre el sueño y la vigilia, caracterizados por alucinaciones visuales, y en el menor de los casos por alucinaciones auditivas— 

Sentado en un gran sillón de piel que lo hacía parecer más pequeño de lo que era, escuchaba al médico hablar de él como si no se encontrasen todos juntos en el mismo consultorio. Veía de manera indistinta a sus padres mirarse de forma preocupada mientras el psiquiatra, con pedante gravedad, recomendaba tratar el padecimiento con medicamentos y sesiones clínicas. Al terminar el casi perfecto monólogo del médico tan solo interrumpido por la única pregunta de su madre, éste garabateó algunas palabras ilegibles en una receta que extendió a sus padres. 

Habían transcurrido poco más de treinta años de aquello, pero sus recuerdos eran tan claros como si no hubiesen pasado más que un par de días. Recordaba a sus papás saliendo del consultorio preocupados y con un extraño pasmo que nunca había visto en ellos. Su padre preguntó a la secretaria del médico el costo de la consulta el cual pagó sin mediar más palabra que un casi ininteligible "gracias" al retirarse. En aquellos días la economía familiar era por demás frugal, y la consulta era un lujo que su familia no podía permitirse. Por supuesto que no hubo consultas posteriores ni fueron a comprar el medicamento recetado por el doctor. Después de aquella experiencia, él había aprendido a no volver a platicar con nadie de aquellas alucinaciones. 

En un principio cuando aún era un niño, su familia festejaba las historias y cuentos que él les platicaba —Todos los niños tienen amigos imaginarios y cuentan grandes historias — era lo que solía decir su familia, pero que a sus quince años las siguiera contando de forma frecuente como si realmente hubiesen sucedido, había preocupado a su familia y generado la visita con aquel psicólogo calvo de ojos pequeños y nariz aguileña. 

Nunca más volvió hablar de sus viajes.

Era muy pequeño cuando los empezó, no podía recordar cuando habían iniciado o cuál había sido el primero, pero estimaba que tendría entre dos y tres años cuando lo realizó. Al principio y por algunos años, fueron viajes muy cortos, no se aventuraba a despegarse mucho del lugar donde había llegado, en unas muy pocas ocasiones había intercambiado algún vago saludo o unas pocas palabras con alguna persona con la que por accidente se hubiese encontrado. Los lugares a donde llegaba generalmente eran espacios abiertos, un pastizal o altiplano, también había ido a frondosos bosques de grandes pinos y algunas veces, las menos, llegaba a la plaza de lo que parecía ser, por la humedad y salino olor del ambiente, a un pueblo cerca del mar.

Al principió el creía que se trataba de sueños, luego se dio cuento que aquello no era fruto de su imaginación, ni de ninguna alucinación como años mas tarde sentenciaría el psiquiatra, eran viajes reales que podía llevar a cabo si así lo quería. 

La ventana para llevar a cabo sus viajes era corta, un pequeño espacio entre la una de la tarde con treinta minutos hasta las dos menos quince, siempre después del almuerzo. Creía que la somnolencia después de ingerir alimentos y que producía una descarga del sistema simpático era lo que detonaba el viaje. Tenía que sentarse en un sillón, cerrar sus  ojos, echar la cabeza para atrás y empezar a mover frenéticamente el globo ocular con los párpados cerrados; de inmediato y sin perder conciencia de su entorno empezaba distinguir olores, escuchar voces y sentir a personas que no estaban ahí. Instantes después, se encontraba en otro lugar, lo que aquel psiquiatra había calificado como trastornos o alucinaciones.

Tendría diez años la primera vez que se aventuró a ir un poco más allá. Ya para ese entonces, llegaba siempre al mismo pueblo, procuraba no hablar con nadie y mezclarse entre los niños de su edad que corrian sin mayor preocupación por la plaza principal situada en lo alto de la colina y que luego se dispersaban entre las calles y callejuelas flanqueados por decenas de casas blancas. Pasarían algunos viajes para darse cuenta que aquel era un pequeño pueblo, tierra de pescadores, enclavado en una colina circundada por un malecón que lindaba con el mar.

Sus viajes nunca excedían de unas pocas horas. En un par de ocasiones se había aventurado a quedarse hasta bien entrada la noche a pesar de su corta edad; pero cuando regresaba, el reloj nunca marcaba más allá de un cuarto para las dos de la tarde del día en que se había ido.

Su interés y frecuencia por ir a aquel pueblo de pescadores del que aún no sabia su nombre se acrecentó justo al cumplir los trece años. Ese día llegó a la plazuela de piedra que al centro tenía un pozo artesanal de ladrillo con su cigüeño de tosca madera y una pequeña polea de la que colgaba un viejo balde de tablones y remaches de fierro; al lado del pozo había un discreto surtidor manual de agua. Alrededor de la plaza se encontraban los negocios principales del pueblo, reparó en uno de ellos al que no había prestado atención antes. Era una construcción de una sola planta con fachada rectangular; como casi todas las construcciones del pueblo tenía un enjarrado blanco y dos pequeñas ventanas con contraventanas de madera para la época de huracanes; la puerta principal, y al parecer la única de ese local, era de gruesa madera tallada; unos treinta centímetros por arriba, entre la cornisa y el marco de la puerta, había un letrero que rezaba “CAFÉ” afuera del local, afuera estaban algunas mesas y sillas acomodadas sin orden alguno al exterior. 

De pronto, mientras miraba hacia el café salió una niña mas o menos de su edad o quizá un poco más grande que él a limpiar las mesas exteriores del local y poner en cada una un pequeño florero con un narciso del mar color amarillo. Ella volteó y sus miradas se encontraron; ella le saludó con una pequeña inclinación de cabeza y las mejillas de él ardieron, el estruendo de su corazón llegó hasta los oídos de ella, que tímidamente sonrió.

Ese día él conoció a Amalia.


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¿Qué es el #RetoBradbury2019?

Ray Bradbury (1920- 2012) apuntaba que "no es posible escribir 52 malas historias seguidas" por lo cual cada uno debemos —y podemos— escribir una historia corta por semana. ¡Sin reglas, sin limites! 

#Semana3

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