Distrito Federal, Noviembre 2011.- El taller de repostería, ubicado por el rumbo de Coyoacán —un tranquilo y agradable barrió en Ciudad de México— es una pieza de dieciocho metros cuadrados aproximadamente que forma parte de la casa habitación del Chef.
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Al llegar y tan pronto cruzas el portón de fierro y el pequeño patio ajardinado de la entrada de lo que en el algún tiempo debió ser la cochera de la casa, te encuentras en un impoluto salón de baldosas blancas que cubre el piso y paredes; al centro una gran mesa de granito y en las costados los hornos y utensilios tan pulcramente acomodados que parecería un salón de ventas de una tienda departamental.
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La sensación de amplitud y luminosidad en ese taller que al mismo tiempo funciona como salón de degustación se logra gracias al ventanal de piso a techo por el que se accede al lugar y que da al patio ajardinado.
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Gracias a ciertas agradables coincidencias, una invitación y una serie de reuniones que terminaron un poco antes de lo esperado pude hacer una breve pausa en mi itinerario antes de tomar mi vuelo esa noche. Quizá y siendo sinceros, pudiera confesar que la agradable coincidencia radica principalmente en mi pasión por los postres y en especial por los pasteles.
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Al entrar, un colorido mosaico me sorprendió gratamente; con afán y cuidado estaban expuestos en la gran mesa de granito cuatro pasteles, uno a cada uno de los costados y dos al centro y entre estos pequeños pasteles individuales. El de la izquierda debía ser de limón y el de la derecha de chocolate, los del centro, ambos de frutas, quizá frezas, cerezas, moras y demás.
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Me recibió el chef quien, con gutural español, amablemente me saludó. De origen francés —recién avecindado en el País— estatura regular, delgado y penetrante mirada color verde encaraba a la perfección el estereotipo de un repostero principiante; pero eso solo es una apariencia. De treinta y tres años, lleva en sus alforjas más de veintitrés de experiencia, descendiente de un linaje pastelero, sabe que algún día regresará a su natal París a hacerse cargo de la famosa pastelería de su abuelo, que algún día será de su padre y según la tradición continuará en sus manos.
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Juntó al chef, su esposa terminaba de dar los últimos toques a las creaciones que habríamos de degustar. Pronto aquello se convirtió en un fastuoso festejo al paladar que caminó de lo espectacular del pastel de frutos, al delicioso pie de limón, pasando por el sublime y exquisito pastel de chocolate sin olvidar por ello al del amable y elegante maracuyá.
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Mientras el chef gozaba nuestras impresiones y partía sus pasteles con una pericia y precisión dignas de un fino cirujano, pormenorizaba la mejor manera de maridar sus obras con vinos de su natal Francia; incluyendo detalles de las regiones, ríos, altimetrías, temperatura, cantidad de luz solar, humedad y composición de suelo de donde se cosechan aquellas uvas.
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Más allá del festín de sabores que inundaron mi paladar en cada bocado, recuerdo con precisión las palabras que aquel muy joven chef pastelero francés utilizó para referirse a sus nada económicas creaciones; “Los pasteles, como el vino y las cosas buenas de la vida, cuando son buenos no te fijas en el precio o en la cantidad, sino en los recuerdos que depositan en tu paladar y en tu memoria.
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