En la confluencia de una calle de baja circulación y la avenida por la cual el tránsito matutino avanza de forma cansina hay una construcción chaparra de apartamentos edificados seguramente a principios de los años ochentas. A golpe de vista estos pasan desapercibidos entre las construcciones aledañas, un trío de viejos fresnos enfermizos y una pequeña tienda de conveniencia que está en la esquina de lo alguna vez debió ser el apartamento de la planta baja.
A un costado de la trastienda, hay una jardinera de media altura y el acceso al estacionamiento de las viviendas. Y ahí, todos los días, veo a una joven pareja esperando el transporte que ha de llevarlos a la oficina. Ella con uniforme secretarial de tres piezas, él con pantalón de pinzas y camisa de manga larga. Él recargado sobre la balaustrada de la jardinera y ella entre los brazos de él. A un costado de ellos, descansan sobre el mismo pretil, un par de loncheras envueltas en bolsas de plástico de color blanco con algún logotipo a veces rojo, a veces naranja, de alguna tienda de autoservicio. En ocasiones, sobre todo en invierno ella calienta sus manos con un café al que da pequeños sorbos.
Tiene ya algunos días que no los veo, su ausencia ha venido a romper la placidez de mi rutina visual diaria. He puesto atención a la hora que cruzo por esa esquina, no quisiera que por una falta de disciplina mía, ya sea por cruzar un poco más temprano, o un poco más tarde, no haya podido coincidir con ellos. Ha sido en vano.
Ahora creo que ya tengo la respuesta —o la imagino—; casi puedo asegurar que aprovecharon el aguinaldo que recién recibieron y lo destinaron al enganche de su flamante, nuevo y primer vehículo y ahora él la lleva a ella a su trabajo, van tomados de la mano, inventando historias acerca de la gente que ven todos los días en su trayecto y disfrutando, entre sorbos de café, la placidez de su rutina visual diaria.
Ahora creo que ya tengo la respuesta —o la imagino—; casi puedo asegurar que aprovecharon el aguinaldo que recién recibieron y lo destinaron al enganche de su flamante, nuevo y primer vehículo y ahora él la lleva a ella a su trabajo, van tomados de la mano, inventando historias acerca de la gente que ven todos los días en su trayecto y disfrutando, entre sorbos de café, la placidez de su rutina visual diaria.
Epílogo.- Aunque a veces, para maniobrar la palanca de cambios del candente trafico matutino, él tiene que soltarle —solo por breves instantes— de la mano.
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